Manel Anoro
“El dibujo es un método racional que nos hemos inventado las personas para explicar las imágenes.”
Mi infancia fue en Technicolor. Nací en Barcelona, justo donde mi madre tenía su taller como modista. Así fue cómo mis primeros años transcurrieron entre montones de telas de colores y retales que acabarían luciendo las mujeres más guapas del barrio. De aquella época conservo muchos recuerdos, pero uno de los más especiales es que en mi casa se hablaba constantemente de colores. En aquel taller de modistería las conversaciones sobre colores y tonos era una constante que viajaba alegre y solemne entre el taller, el probador y el cuerpo sinuoso de las clientas de mi madre.
Mi padre era viajante, mis vecinos estraperlistas y la palabra ‘Arte’ era considerada ‘sospechosa’. Una galería era una especie de balcón pero al otro lado de la casa, donde se tendía la ropa y un cuadro era más bien una forma geométrica para muchos profesores de mi escuela. Mi abuelo era escultor y, aunque nunca llegué a conocerlo, me fascinaba escuchar su historia y me preguntaba entonces, como me pregunto ahora, qué razones llevaron a mi abuelo a escoger el camino de la escultura en aquel mundo de gitanos y albañiles.
No recuerdo aquel tiempo como algo aburrido o triste y, si bien todo aquello nada tenía que ver con el arte, sí tenía mucho que ver con la belleza, pues asociaba – y aún sigo haciéndolo de vez en cuando – lo bello con lo bueno y lo bueno con el verano. ¡El verano! Al final siempre llegaba el buen verano, pues el invierno no había sido más que una pausa para esperar pacientemente al buen tiempo: la playa, las sandías, el primer amor de merendero… Todo pasaba en verano.
Y era precisamente bajo la luz impecable de cada junio, el día trece, cuando me llegaba puntualmente la magia de un regalo de cumpleaños en una caja de lápices de colores, que devoraba como si fuera chocolate. Dibujaba con pasión. Sin parar. Aunque nadie, con la posible excepción de mi madre, nunca pensara que aquella fuera una habilidad a la que hubiera que prestar demasiada atención.
Por eso hice otra cosa. Estudié Ingeniería Agrícola en Barcelona, me licencié en Ciencias Económicas y trabajé otros quince años como Ingeniero de Sistemas. Fueron muchos años de desorientación aliviados por mi juventud, pues mentiría si dijera que aquello me hacía infeliz. La Agricultura, la Economía o la Informática me parecen soporíferas ahora, pero no me lo parecían entonces. Quienes me conocen saben que aquellos fueron también años de felicidad: quizás no fueron unos años de colores a la vista, pero eran unos años de colores a la espera. Sabía que un día yo iba a probar algo más: ser pintor. No había prisa, seguro que el momento en que me decidiera sería el mejor momento. Y el día llegó poco a poco. Fue un proceso intenso en el que yo me desplazaba lentamente, al revés, hacia otro mundo también mío pero en conserva donde me esperaban la forma y el color de los retales del taller de mi infancia en estado puro.
Solo sé que fue como volver a empezar y que desde entonces todo ha sido pintar, pintar y más pintar. Aún hoy, cuando entro en una de mis exposiciones y veo mis cuadros en las paredes, como si me estuvieran esperando, siento una sensación extraña, una inquietud, como si yo no tuviera nada que ver con aquellas imágenes. Pero es que soy un contador. Que lo que quería y sigo queriendo es hablar -pintar- de todo aquello que me seduce y quiero. Descubrir la luz que enciende las cosas y los deseos. Necesitaba contar en mis cuadros mis viajes a Marruecos, las sandías, las mujeres desnudas y los bares de la Habana, Senegal, el resplandor de los paisajes de Menorca, la belleza de Girona…Sé que esto no es todo el mundo, pero tampoco soy yo su único profeta. Ahora que le he encontrado el gusto a este viaje creo que voy a continuar en él. Con mis cuadros.